Los duelistas somos, en general, golfos intratables. Caóticos y pendencieros, infieles y tabernarios, indómitos por naturaleza e irresponsables por vocación. De todo menos fiables. Así que no me crean si les digo que cada vez que han llamado a esta puerta en los dos últimos meses y les ha respondido el silencio, ha sido por una buena razón. Que ha habido de por medio batallas y escaramuzas, largas campañas, cuarteles de invierno y allanamientos de alcoba que lo justifican todo. No se crean una palabra, pero así ha sido. Y no puedo hablar por mi colega D’Hubert (sólo Dios sabe donde abreva ese bastardo), pero he aquí un compendio de los asuntos que le han quitado el sueño a servidor estas semanas durante las largas vigilias y las noches al raso:
1. La Finale de Lost.
La isla en manos del fan: la metáfora perfecta
O el principio de algo que pocos sabemos definir pero que a muchos se nos antoja La Gloria. Demasiado se ha escrito ya estos días, y no seré yo quien resuma aquí y ahora en cuatro líneas lo que tantos llevamos 6 largos años construyendo. Lo único que diré aquí y ahora es que la Ficción, cada vez más (y gracias, entre otros, a J. J. Abrams y Damon Lindelof) se escribe con F de Futuro. Eso es algo que no podrán evitar ni el fan fatal de última hora, ni la ceguera reinante en los medios, ni los berrinches pueriles y frustrados de los que intentan enhebrar en la estrecha aguja de sus mentes esta soga repleta de nudos marineros. Como tantas veces en la Historia (y sí, por si aún lo dudan, Lost es Historia), la luz del genio pretende ser eclipsada por la sombra de la mediocridad empeñada en acercarse a la cultura para autoafirmarse, y herida en su orgullo al toparse con su propia idiotez sin reconocerla jamás ni darle una oportunidad al aprendizaje. Las piedras que le han llovido a Lost están hechas, no se equivoquen, del mismo material que las llamas en las que ardió Giordano Bruno o los muros que intentaron acallar la incómoda voz del Marqués de Sade. Pongan las distancias que quieran o llámenme exagerado, pero no les mientan a sus hijos cuando, dentro de 20 años, la recuperen online y les pregunten, con los ojos como platos, cómo fue vivir aquellos tiempos: será demasiado tarde y ellos verán la mentira en su cara de perdedores. Ustedes tampoco lo vivieron.
2. Nazis & Ruskies from Outer Space.
¿No se os hace la boca agua?
Del futuro forman parte también visionarias iniciativas como la «finlandesa» Iron Sky o la «española» El Cosmonauta. El entrecomillado se debe, precisamente, a que la propuesta de estas películas por venir se basa en la construcción de un nuevo modelo de industria cinematográfica independiente que pasa por la participación (a nivel tanto económico como artístico) del fan de cualquier parte del mundo. Así, desde los cimientos, cualquiera interesado en las historias puede seguir paso a paso y de forma transparente todo el proceso de [pre/post]producción de un film que, en mayor o menor medida, él mismo puede ayudar a levantar. E incluso recibir beneficios por ello. No deja de ser curioso cómo ambos proyectos, además de una evidente voluntad de transgresión y rebeldía hacia un modo de hacer cine que le viene pequeño a los nuevos tiempos, comparten también un cierto parecido temático. Un cosmonauta perdido en el espacio que regresa a una Tierra deshabitada y unos nazis que despiertan de su letargo de 60 años en el lado oscuro de la Luna para invadir nuestro planeta e instaurar el IV Reich, pueden ser, si todo va bien, algunas de las primeras criaturas nacidas al amparo de esta revolucionaria y refrescante manera de entender la creación colectiva de un arte desde siempre tan comunitario como el cine.
3. Walter White, el Padre Perfecto
El corte de manga como terapia
Breaking Bad es, en muchos sentidos y muy por encima de Mad Men, la serie del momento. Y Bryan Cranston es el rostro del tipo que a muchos nos gustaría ser. Quizás Californication nos confundió por un momento apelando a la fantasía pajera que es Hank Moody, pero el espejismo tan sólo duró un instante: lo que tardó en convertirse en una puta mierda autocomplaciente que dejó de enseñarnos tetas y culos a la misma velocidad que dejó de hablarnos de las cosas que valían la pena. Pero Walter White sí sabe lo que se hace, y sus creadores también. Por eso ahora sé con seguridad que, si algo quiero en la vida es que, bordeando los cincuenta, habiendo aparcado todos mis sueños por un trabajo gris y una zorra retrasada con delirios de superioridad moral que me pajea a la vez que lee a Paul Auster, mientras el que fue mi gran amor nada en dólares en una mansión con piscina casada con el hombre que me arrebató la gloria, la vida me regale en forma de cáncer la oportunidad de mandarlo todo (y a todos) a tomar bien por el culo. Y de paso, redimirme y reencontrarme a mí mismo en el camino. La segunda oportunidad que Vince Gilligan, un animal en estado de gracia y atípicamente consentido (si a Whedon le permitieran la mitad de las boutades que a este todavía estaríamos hablando de Dollhouse en presente), les concede a sus dos personajes protagonistas (perdedores de manual), es la misma por la que cada mediocre de este planeta ruega al cielo cada día de su existencia, y la misma que deja pasar porque no sabe reconocerla en la sutileza de esa caja de cómics que su mujer tira a la basura «por despiste» para dejar sitio a la ropa de la temporada pasada, ni en esa moto llena de polvo que le guiña un ojo cada día aburrida en el garaje, ni en aquella despedida de soltero en la que un colega mencionó algo acerca de un viaje de pirados a Thailandia y la resaca del día siguiente lo convenció de que no era buena idea. Pero la segunda oportunidad de Walter White y Jesse Pinkman es un regalo envenenado. Lo contrario sería demasiado fácil. Tanto como las vidas que han estado viviendo. Por eso estamos asistiendo a un ejercicio de sadismo y crueldad narrativa quizás sólo comparable al Kick-Ass de Mark Millar (cuya lectura también me ha estado quitando el sueño y cuya adaptación al cine es una cuenta pendiente que debo saldar en breve). Y por eso mi nivel de adicción a esta serie está rozando el de su Blue Magic (la metanfetamina/mcguffin): su festival de realismo, sordidez, coherencia, dilemas morales, violencia fronteriza, agentes de la DEA obsesivos y líneas de guión como puñetazos directos a la mandíbula, no es algo a lo que esté preparado para decir que no.
4. (Not so) Funny Games
La familia que juega unida...
El perverso juego de los caninos como dientes «del juicio» en lugar de las muelas es sólo el menor de los hallazgos (meta)lingüísticos de la mejor y más perturbadora película que estos ojos han visto en lo que va de año. Kynodontas (Canino), es el tercer largo del joven y hasta ahora desconocido Giorgos Lanthimos, y curiosamente viene avalada por la rendición absoluta del mismo Cannes que vomitó con el Antichrist de Von Trier. Pero, paradojas incomprensibles aparte, esta fábula (a)moral no le anda a la zaga a su desafortunada compañera de cartel. Fuerza tantos límites como ella, y pone sobre la mesa cuestiones igual de incómodas y susceptibles del mismo rechazo visceral, que puede extenderse incluso a la aridez de su propuesta narrativa y visual (dura, fría y desnuda como pocas que uno pueda ver en la actualidad), cómplice absoluta en su tarea de sumergir al espectador en el más inquietante (y justificado) desconcierto. Sin embargo, su director hace gala de una sutileza tan brillante en el guión y de una honestidad tras la cámara, que su historia va creciendo en detalles y significados al mismo tiempo que el espectador va tomando conciencia de la magnitud del experimento (y dándose cuenta de que no era tanto Lanthimos quien experimentaba con el cine, que también, sino sus personajes con sus propias vidas), hasta el punto de que, minutos antes de los créditos, uno es capaz de intuir que su final no puede (ni debe) ser otro que ese maletero tan perfectamente cerrado como su metáfora. Pero lo realmente escalofriante de Kynodontas, y lo que quizás no nos deje dormir unas cuantas noches, es reconocer en esa familia disfuncional, que se recrea en el aislamiento y la mentira para crear un microcosmos que los defienda a todos de nosesabemuybienqué, un reflejo terrible pero demasiado real de cada uno de nosotros y nuestras propias educaciones intelectuales y afectivas. A la luz de esta película, quizás tengamos más de un reproche que hacerle a papá.
5. Películas amargas
L'Amour et la Violence
Y por último, quizá mi descubrimiento favorito. Convertido en todo un fenómeno de Internet a raíz de su cortometraje Rejected (2000), Don Hertzfeldt es un joven animador cuyos métodos artesanales (35mm y lápiz sobre papel) y un sentido del humor realmente especial confieren a su discurso sobre el amor y la violencia, o a sus frecuentes juegos metalingüísticos, un sabor agridulce que me fascina (no es casual que Bitter Films sea el nombre de su web). Creador minimalista, lúcido y trangresor (en una época donde la animación suele sacrificar la creatividad al dios de las 3D, lo tradicional, sobre todo en sus manos, huele a revolución), sus modestos e intencionadamente feístas universos de trazo grueso se enriquecen hasta lo entrañable con los paisajes emocionales que dibuja, paradójicamente, con la mayor precisión, alrededor de unos personajes equívocamente planos e inexpresivos. Ah, L’Amour , Billy’s Balloon, Lily and Jim o Genre, por ejemplo, son auténticas joyas en las que aflora su devoción por el absurdo y lo falsamente naïf como herramientas para la exploración, al mismo tiempo, de lo visceral y de lo intelectual, de su propia identidad y de los límites creativos; y son también un magnífico aperitivo para alguien que, como yo, tan sólo está empezando a disfrutarlo.
(Cuando vi el primer corto de Hertzfeldt lo relacioné inmediatamente con una canción. Si hacen click en la imagen, hay escondida una sorpresa que quizá les guste.)